Como notamos que una reciente entrada, en la que tradujimos una reseña de agencia ANSA sobre el libro “El Enigma Bergoglio” de Massimo Franco, tuvo visitas por encima del promedio, hemos inferido que existe un cierto interés en él y hemos traducido la introducción que el propio autor hace en su libro (recuerden que traducciones perfectas no existen).
Introducción
Definir a Francisco como un Papa enigmático puede parecer paradójico, si no risible. Desde el día de su elección, el13 de marzo de 2013, no era “un” sino “el” personaje público del mundo católico por antonomasia. Su imagen bendiciente, los gestos misericordiosos, el impacto sobre las multitudes que adoran se han convertido en un hecho, tan arraigado que excluye declinaciones diferentes. La proximidad a los la gente pobre lo ha elevado a símbolo de una nueva era. Y el origen sudamericano y argentino, la pertenencia a la Compañía de Jesús, y el hecho de haber sucedido al primer Papa que hizo renuncia después de casi seiscientos años, Benedicto XVI, contribuyeron a la construcción de la narrativa sobre su diversidad. La vulgata de su popularidad es algo que ahonda sus raíces en la percepción de gran parte de la opinión pública: sea aquella popular, sea la minoritaria de algunas élites, católicas y no católicas. Sobre estos antecedentes, los duros ataques, a veces insultantes, las acusaciones de herejía, las solicitudes inadmisibles de renuncia, venidos de los sectores ultraconservadores del mundo eclesiástico, solo han rayado parcialmente un perfil benigno, del nuevo “papa bueno”.
De hecho, paradójicamente, esta grosera ofensiva lo ha reforzado. Pero tal vez se pueda intentar analizar de modo menos descontado el paradigma que ha surgido en los últimos años. La misma intuición inicial, y genial sobre el plano simbólico, de transferir el centro neurálgico de las decisiones de los Palacios apostólico al hotel Casa Santa Marta, dentro de los muros vaticanos, hoy se observa con ojos más desencantados. Ha contribuido a definir una silueta “revolucionaria”. Y, como consecuencia, cualquier crítica a Francisco y a su acción fue rechazada como un acto de sabotaje; de un intento de volver al pasado. El apartamento ocupado por el exsecretario de Estado, el discutido cardenal Tarcisio Bertone, justo en el palacio junto al edificio de mármol blanco de Casa Santa Marta, permanece como una advertencia sobre lo que era el Vaticano y ya no debe serlo, con Francisco como garante supremo.
Pero después de más de siete años de pontificado, no se puede no creer si la dicotomía entre Francisco y la Curia permanece un axioma; y si el esquema del “papa rodeado” no debe ser remodelado y actualizado. Desde 2013 hasta 2020 Jorge Mario Bergoglio ha hecho y deshecho las conferencias episcopales, los organismos financieros de la Santa Sede, los vértices curiales. Ha nombrado nuevos cardenales en seis consistorios. Ha elegido y hecho renunciar obispos y banqueros, jefes de la Gendarmería y simples funcionarios. Se ha rodeado de los colaboradores y colaboradoras que prefería. La lluvia de reformas y comisiones nacidas y desvanecidas en sus siete años sugiere, por tanto, observar con mayor atención la epopeya del pontificado argentino. Se trata de hacer las cuentas con una temporada triunfal y al tiempo controvertida; con un papado nacido en el signo de la renovación y de la transparencia, pero transformándose progresivamente en una mezcla de lo viejo y lo nuevo: tal vez debido al énfasis excesivo y a las expectativas abrumadoras que se manifestaron con la llegada de Francisco.
Ahora es posible afirmar que si el papado ha triunfado es sobre todo por sus méritos. Y si se encuentra en problemas ó está declinando también se debe a sus límites, aunque la epidemia del coronavirus de alguna manera ha suspendido la parábola del pontificado, relanzando la presencia de Francisco a los medios de comunicación. Hasta cierto punto, ha puesto en cuarentena la guerra sorda en curso en la Iglesia, acentuando su perfil y devolviéndole el carisma a través de la soledad. Pero el impacto y la atención menores que los gestos y las palabras papales registrados en los últimos años nos obligan a ir más lejos: a preguntarnos si las dificultades del primer papado americano no señalan esa institución y unidad de la Iglesia católica; si nos llevan a releer tanto el tiempo de Francisco como las anteriores como etapas sólo aparentemente en las antípodas de una deconstrucción de la figura papal. Conducen a reflexionar sobre el lado misterioso, poco sondeado por conformismo, por exceso de deferencia, o simplemente por pereza mental, de un hombre carismático y al mismo tiempo multifacético hasta el punto de ser esquivo como Francisco.
Afloran contradicciones, estrías y verdaderos enigmas que insertan algunas incógnitas en la epopeya bergogliana. Para intentar comprender mejor lo que ha sucedido en estos años, y lo que todavía puede suceder, he tenido docenas de conversaciones informales con tantos cardenales, obispos, monseñores, banqueros, servicios de seguridad, diplomáticos, estudiosos, italianos y no italianos, que todavía giran en torno al universo vaticano, incluso en primeras posiciones. Ha habido la feliz y rara oportunidad de poder encontrarnos junto con el director de «Corriere della Sera», Luciano Fontana, sea con Francisco o su predecesor, Benedicto XVI; viendo documentos confidenciales. Muchos interlocutores han preferido expresar juicios y valoraciones al amparo de un anonimato que, además de encomiable discreción, refleja miedo y frustración, y responde a la necesidad de proteger fuentes preciosas como expuestas.
No siempre está claro hasta qué punto Francisco sea el adversario, el rehén o el aliado obligado de ese poder anónimo y en expansión denominado simplistamente como «Curia». Quizás porque en realidad la Curia hoy también es Casa Santa Marta, inevitablemente transformada en corte pontificia paralela a la oficial. De hecho, más poderosa y penetrante, con roles y figuras que de hecho se han unido y superpuesto a las instituciones vaticanas. Elegir ese hotel construido por Juan Pablo II para albergar a los cardenales durante los Cónclaves fue al principio una innovación saludable, con miras a liquidar viejos equilibrios e incrustaciones. Pero los mecanismos de toma de decisiones resultaron igualmente confusos y opacos. Nos preguntamos cada vez más a menudo quién aconseja realmente al Papa, quién lo influye, quién le hace sugerencias. El chiste feroz que circula desde hace tiempo en el Vaticano entre sus detractores casi siempre anónimos es que «Francisco abolió la corte pontificia para reemplazarla por el patio de Casa Santa Marta»: un puerto marítimo poblado de una fauna humana variopinta en todos los sentidos. La teoría sugestiva de la Iglesia como un «hospital de campaña» arriesga ahora a cristalizarse como una realidad permanente, y a la final puede convertirse en una coartada para justificar retrasos, arbitrariedades y caos. Y para legitimar los métodos de gobierno bergoglianos: un aspecto que espesa el misterio en torno al pontífice.
Francisco ha renunciado a algunos símbolos del papado, comenzando por el vehículo blindado hasta el título de «Vicario deCristo», degradado a un «título histórico». Ha hecho de la frugalidad una de las identidades del pontificado. Y su accesibilidad a la «gente común», el respeto por los inmigrantes y las «periferias existenciales», la decisión privilegiada hacia los pobres enfatizan instituciones modernas. El papá entendió y trató de hacer entender a la gente antes que a muchos jefes de gobierno que si las periferias no se integran y se gobernadas tienden a devorar interiormente a la sociedad, comenzando con las occidentales y, con las sociedades, los derechos y la democracia. Pero más allá de la denuncia, el trámite está como si estuviera bloqueado y finalmente marchito. Bergoglio se ha revelado magistralmente en el deconstruir una Iglesia ya en crisis, probablemente menos hábil para construir otra. Está en el plano del poder, de los adversarios, pero también de los amigos, se le relata con un rostro privado que contrasta con el público. En estos años la larga teoría de «laica» y eclesiásticos promovidos y luego repentinamente degradados y despedidos testifica de un gobierno del Vaticano hecho de filtraciones y una selección de la clase dirigente confiada a criterios de tratos misteriosos.
Pero respecto al inicio del pontificado, la novedad es que desde2017 ya no fueron solo las figuras más discutidas las sacrificadas de la antigua «Roma papal». También lo fueron los reformistas que Francisco había colocado en posiciones neurálgicas, sobre todo para devolver el oxígeno a las turbias finanzas vaticanas: como si se hubiera visto obligado a revisar los esquemas revelados como demasiado radicales para funcionar. Es innegable que incluso en el pasado ha sido así, si no peor. Basta alinear los escándalos de la última fase del pontificado de Joseph Ratzinger, dominado y comprometido por su secretario de Estado, el controvertido Bertone; o el largo vacío de poder que acompañó la enfermedad de Juan Pablo II, en la última década del siglo pasado y a principios del tercer milenio. En esos años se agravaron y sedimentaron distorsiones que Francisco intentó e intenta tenazmente enderezar. Infortunadamente es sorprendente observar que el papado franciscano no parece haber cambiado ciertos comportamientos, aunque el nombramiento como presidente del Tribunal Vaticano de un magistrado respetado como Giuseppe Pignatone, exjefe de la Fiscalía de Roma, señala al menos la voluntad de corregir.
Hasta 2020, detrás de las mejores intenciones de transparencia y de lucha contra la corrupción, especulaciones financieras temerarias han seguido adelante en continuidad con el pasado. Y si los misterios se han acabado: eso todo latinoamericano del continuo aplazamiento de una visita a su Argentina, a pesar de haber recorrido el continente austral a lo largo y a lo ancho, lo del «acuerdo temporal» entre la Santa Sede y la República Popular China del cual no se conoce el contenido, por voluntad de Beijing, aceptado por el Vaticano. Sobre este fondo de claroscuro flota una popularidad papal aparentemente impermeable a todo. Pero ensalzar el éxito de Francisco, contrastando «papa y pueblo» al Vaticano y a las jerarquías religiosas, tiene efectos simétrico, aunque opuesto. A alguien le evoca una especie de «peronismo religioso» que deslegitima al ejército eclesiástico en la relación directa entre el pontífice y la masa de fieles. Y tiene como consecuencia que toda crítica a Francisco, inclusa las constructivas, sea vista como un complot.
Ciertamente, ese «Vaticano profundo» que Bergoglio ha intentado golpear al inicio parece haber sido subestimado. Sin embargo, debilitado y reducido a un grumo de poder, condiciona el pontificado y revela sus puntos débiles: en particularmente la persistencia de tensiones profundas. A los acusadores de oficio se ponen juntos, en lugar de oponerse, los defensores de oficio inclinados a retratar a un Francisco aislado y rodeado. La ligereza con la cual se evoca de tanto en tanto el peligro de un cisma es también el producto de esta radicalización de posiciones. Y representa un presagio de divisiones, si no de rupturas, de los cuales los exponentes más lúcidos de los vértices vaticano se están dando cuenta agudamente. Después de unos pirotécnico siete años, se percibe una confusión de competencias, de roles, de responsabilidad. Se alarga sobre el papado una sombra de no completitud ciertamente no atribuible solamente a él. «Este pontificado» me ha confiado un amigo de Bergoglio «parece haberlo dicho todo ya». Se trata un juicio liquidatorio y quizás exagerado, que la crisis epocal del coronavirus contradice, al menos temporalmente. Pero si así fuera, al fin el contragolpe podría resultar tan negativo como y más que la dimisión de Benedicto XVI: cómo ocurre a menudo cuando las esperanzas tienen que lidiar con la desagradable impresión de haber dejado escapar una ocasión histórica. Especialmente si el descubrimiento ocurre de golpe, con la explosión de una burbuja autorreferencial que en estos años ha envuelto al papado en la ilusión de que todo andaba bien, y que las críticas eran simplemente fastidiosas, malévolos ruidos del fondo.