Lo explica en una entrevista publicada en La Nuova Bussola Quotidiana, Ene-04-2018. Traducción de Secretum Meum Mihi.
Monseñor Negri, ¿qué lo motivó a firmar esta carta?
Frente a la grave confusión que hay en la Iglesia con respecto al tema del matrimonio, creo que es necesario reproponer la claridad de la posición tradicional.
Me pareció correcto firmar porque el contenido de esta posición es lo que he presentado ampliamente en estos años, no solo en estos últimos meses, en todos los momentos del desarrollo que he dedicado al tema de la familia, de la vida, de la procreación, de la responsabilidad educativa hacia los más jóvenes. Estos son temas de absoluta importancia para los cuales el mundo católico en su conjunto no muestra mucha sensibilidad.
Hay quien sostiene que se ha dicho demasiado sobre familia y vida...
Pensar en una Iglesia sin una preocupación explícita, sistemática, diría diaria, de defensa y promoción de la familia y de su responsabilidad misionera y educativa, hace pensar en una Iglesia gravemente y pesadamente condicionada por la mentalidad mundana. Tal mentalidad, que domina en gran medida a nuestra sociedad, cree que todas las cuestiones “éticamente sensibles”, para usar una expresión que se ha convertido de uso común, son responsabilidad de las instituciones políticas y sociales, primero entre todos los Estados. Mientras con la Doctrina Social de la Iglesia, creo que la cuestión de la persona y del desarrollo de su identidad y de su responsabilidad en el mundo es una tarea específica, primordial e irrenunciable de la Iglesia.
Se está combatiendo una batalla entre la mentalidad mundana, esa que el Papa Francisco en los primeros meses de su pontificado llamó “el pensamiento único dominante”, y la concepción cristiana de la vida y de la existencia. Si la Iglesia no vive este enfrentamiento, básicamente termina por reducirse a una posición de sustancial auto-marginación de la vida social.
En la carta se habla mucho sobre la confusión existente en la Iglesia, y también Usted lo ha mencionado. Sin embargo, hay quien niega que exista esta confusión, algunos sostienen que son solo resistencias a un camino de renovación de la Iglesia.
Confusión hay. La hay y es gravísima. No hay una persona sensata que pueda negar esto. Recuerdo las sentidas palabras, pero terribles, del cardenal Carlo Caffara algún tiempo antes de su muerte, cuando dijo: “Una Iglesia con poca atención a la doctrina ya no es una Iglesia más pastoral, sino es una Iglesia más ignorante”. De esta ignorancia nace la confusión. También cito al cardenal Caffarra, quien decía que “solo un ciego puede negar que haya una gran confusión en la Iglesia”. Y lo puedo testificar por lo que he visto sobre todo en los últimos meses de mi episcopado en Ferrara-Comacchio. Era interpelado diariamente por buenos cristianos en la conciencia de lo que había producido una fortísima desilusión y vivían con mucho sufrimiento. Lo digo con claridad, un sufrimiento mayor de muchos eclesiásticos y muchos de mis hermanos obispos. Es el sufrimiento de un pueblo que ya no se siente cuidado, sostenido en la exigencia fundamental de la verdad, del bien, de la belleza y de la justicia que constituyen el corazón profundo del hombre, que solamente el misterio de Cristo revela profundamente y actúa de forma extraordinaria.
No quiero hacer polémica con nadie, pero no puedo no decir que es necesario trabajar para que el esplendor de la tradición vuelva a ser una experiencia para el pueblo cristiano y una propuesta que el pueblo cristiano hace a los hombres. Esta es para mí una tarea que siento exhaustiva.
A propósito de confusión, en estos días surgió una nueva polémica nacida de la acusación al Papa Ratzinger de errores doctrinales jamás corregidos, y una vez más salió a bailar el Concilio.
No quiero perderme en relecturas rápidas e ideológicas de momentos fundamentales en la vida de la Iglesia, como ha sido el Concilio, por ejemplo: una experiencia extraordinaria, compleja, articulada y, por qué no, con aspectos que no siempre son claros. O el gran e inolvidable magisterio de san Juan Pablo II, su compromiso de presentar de nuevo al mundo el anuncio de Cristo como la única posibilidad de salvación y entonces de presentar de nuevo la Iglesia como el ámbito de esta experiencia —como él decía— de una vida renovada. Estos son hitos de un camino que luego encontró en el gran magisterio de Benedicto XVI un punto de síntesis, el llamado fuerte a aquella continuidad en la transición entre la realidad preconciliar y la realidad del Concilio y del post-Concilio: ha sido una formulación de extraordinario relieve, del cual la Iglesia aún vive.
Juan Pablo II y Benedicto XVI han elevado el magisterio católico a niveles de extraordinaria amplitud. Absurdo plegar la interpretación de estos grandes personajes de la vida de la Iglesia a intereses personales. Pero también es absurdo establecer comparaciones de los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI con el magisterio del Papa Francisco. En la historia de la Iglesia, cada Papa tiene su función. La función de Francisco no es ciertamente volver a repetir la integralidad y la amplitud del mensaje cristiano, sino es la de extraer ciertas consecuencias necesarias en el plano ético y social.
Hablando siempre de confusión, en este año que recordó el 500° aniversario de la Reforma Protestante, en la Iglesia se ha visto y oído cosas que son francamente desconcertantes.
La confusión doctrinal y cultural presenta aspectos que parecen difíciles de creer para las personas de buen sentido y para las personas que han tenido una formación cultural adecuada. Esto de Lutero es una historia increíble. Este Lutero del que se habla no existe. Este Lutero reformador, este Lutero evangélico, este Lutero cuya presencia habría sido una reforma positiva y benéfica para la Iglesia no tiene ningún fundamento histórico y crítico.
Es totalmente otro discurso y en un momento de grave ataque a la tradición religiosa del Occidente se hace necesario que todos los hombres religiosos perciban que es el momento de una nueva y gran unidad operativa. Se necesita trabajar juntos, ciertamente. Pero para trabajar juntos no se necesita diluir la propia identidad o pensar que la existencia de la identidad sea una objeción al trabajo. Es exactamente lo contrario: aquellos que entran en el diálogo religioso, en el diálogo ecuménico, en el diálogo con la vida social con su precisa identidad hacen una contribución extremadamente significativa. No se colabora y no se dialoga partiendo de la confusión. Se dialoga a partir de la identidad, y la identidad católica, si es vivida hasta el fondo, hace una contribución única e irreductible a la vida social.
Hay quien pone en guardia sobre la tentación de la hegemonía.
No creo en absoluto una hegemonía sobre la vida social, como muchos católicos irresponsables creen. No es por una voluntad de hegemonía, sino por una voluntad de misión. Una misión explícita, límpida, significativa, apasionada y, por lo tanto, polémica frente al mundo. Esto lo aprendí de don [Luigi] Giussani en 50 años de convivencia con él y sobre esto, en mi opinión, se la han jugado en forma positiva los grandes magisterios de Juan Pablo y Benedicto en línea con el gran magisterio de la Iglesia de los siglos XIX y XX.
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