Tuesday, November 20, 2018

Un rebaño sin pastores


Esta es una versión en español, proporcionada de orígen, de la columna aparecida originalmente en The New York Times, Nov-18-2018, pág. 9, bajo el título “Sheep Without Shepherds” (en la imágen, click para ampliar) y firmada por Ross Douthat, al que suelen llamar “el columnista conservador” de dicho periódico.

Un rebaño sin pastores

Ross Douthat


He aquí un hecho impresionante sobre la Iglesia católica romana en Estados Unidos. La crisis provocada por los abusos sexuales de principios de la década del año 2000, las espantosas revelaciones de depredación que comenzaron en Boston en 2001, no tuvieron un efecto evidente a largo plazo en la práctica de la fe.

Sí, el catolicismo estadounidense ha perdido millones de feligreses bautizados en los últimos 50 años. Sin embargo, ese declive fue más pronunciado en las décadas de los sesenta y los setenta; para el cambio de milenio, las tendencias como ir a misa, casarse y bautizarse se habían estabilizado o estaban en un declive más lento.

Después de los escándalos de 2001, Gallup mostró una caída temporal en la asistencia registrada a misa, seguida de una rápida recuperación. Otros datos no mostraron un efecto claro en la asistencia. Ni las ordenaciones ni las conversiones de adultos disminuyeron drásticamente. Hubo colapsos locales y crisis individuales de fe y la autoridad moral de los obispos se debilitó considerablemente. Sin embargo, como institución, la Iglesia católica romana pareció sobrellevar la tormenta mejor de lo que se podría haber esperado. La creencia católica de que los sacramentos son más importantes que los pecados de los hombres responsables de ofrecerlos se puso a prueba y aparentemente perduró.

La interrogante que se cierne sobre el catolicismo estadounidense en la actualidad, mientras atraviesa por una segunda experiencia de purgatorio con el escándalo, es si en esta ocasión es diferente, si la peculiar mezcla de resiliencia, estancamiento y decadencia de la Iglesia posterior a los setenta puede sobrevivir una segunda agonía.

La pregunta se ha agudizado con el fiasco de la semana pasada en Baltimore, en la Asamblea General de la Conferencia Nacional de Obispos Católicos, donde se suponía que los pastores de la Iglesia estadounidense votarían por una especie de plan para manejar las actividades ilícitas en sus filas. Desafortunadamente, sus intenciones fueron acalladas a última hora por la insistencia del Vaticano en que las medidas de rendición de cuentas se debatan en Roma dentro de algunos meses.

El fiasco no sorprendió. La sordera y autoprotección de la intervención romana, el desconcierto y las divisiones internas entre los obispos estadounidenses, y los debates de liberales contra conservadores que siguieron fueron características de la crisis del catolicismo bajo el pontificado del papa Francisco.

Sin embargo, a pesar de no sorprender a nadie, el fiasco fue revelador. Cuando los escándalos de abuso sexual aparecieron en 2001 fue posible imaginar que eran solo sobre abuso sexual, que la iglesia podía simplemente tratar a los sacerdotes depredadores con terapia, comenzar a expulsarlos del sacerdocio y seguir adelante corregida y renovada.

Diecisiete años después, no hubo una respuesta adecuada de parte de los obispos estadounidenses y de Francisco ante la revelación de que un famoso cardenal era un depredador cuyos pecados se sabían incluso mientras ascendía y queda claro que esto estaba mal. La Iglesia se ha comportado mucho mejor desde 2001 en la tarea más básica de mantener a los niños a salvo. No obstante, en todo lo demás vinculado con el escándalo, ha habido pocos avances debido a que los líderes del catolicismo no pueden ponerse de acuerdo en lo que deben hacer para evolucionar.

Es evidente que hay una corrupción sexual y financiera purulenta en la jerarquía; es evidente que hay problemas con la forma en la que la Iglesia educa a los sacerdotes y selecciona a los obispos. No obstante, sus facciones teológicas están suficientemente apartadas como para que cada una prefiera no actuar antes que dejar al otro bando encabezar una reforma: porque los liberales piensan que los conservadores quieren la inquisición, los conservadores piensan que los liberales quieren el episcopalismo, y hay algo de verdad en ambas caricaturizaciones.

El resultado, como ocurre en la política secular estos días, es el estancamiento y la confusión, con una Iglesia cada vez más insegura de lo que enseña, dirigida por hombres que no pueden ponerse de acuerdo en cómo podría expiarse a sí misma. Lo cual a su vez deja a los fieles católicos con menos esperanzas de las que tenían en 2001 de que sus obispos puedan alcanzar la idoneidad y la decencia, por no hablar de la santidad cristiana.

Recientemente, dos periodistas católicos que conozco, Damon Linker y Melinda Henneberger —uno católico converso, atraído a la Iglesia a pesar de sus dudas, la otra una “verdadera creyente, graduada de escuelas católicas en las que se reza el rosario y la novena”— han escrito artículos sobre cómo los nuevos escándalos los están presionando a pasar de ser católicos practicantes a no practicantes y de ahí a “excatólicos”.

Algún día no muy lejano (tal vez para Adviento o Navidad) escribiré una columna sobre por qué esta retirada es un error garrafal. No obstante, por hoy es suficiente plantear la posibilidad de que Henneberger y Linker sean representativos de muchos católicos vacilantes, quienes se quedaron con un liderazgo corrompido en 2001, pero no se quedarán con una jerarquía que parece estar en quiebra en 2018... O durante todo el tiempo que el estancamiento interno de la Iglesia obstruya la justicia y evite la reforma.

Me parece que la reunión de los obispos en Baltimore sabe que esta es una posibilidad, que pueden ser responsables de la pérdida de feligreses, la pérdida de almas. Me parece que muchos verdaderamente tienen buenas intenciones, una desesperación auténtica por determinar qué debe hacerse.

Así mismo, me parece que su impotencia es una lección, demasiado literal, del camino que las buenas intenciones suelen empedrar.