La Humillación Papal

La foto que observan arriba es la primera página de la edición de Mar-05-1983 de The New York Times (click para ampliar), en donde se destaca un artículo con foto de la visita que el día previo hizo Juan Pablo II a Nicaragua en donde, como dijimos en nuestra entrada inmediatamente anterior, fue objeto de una de las humillaciones más grandes de su Pontificado. Hemos escogido como ejemplo dicho periódico en razón de ser ampliamente conocido globalmente y principalmente para hacer notar que hasta un medio de comunicación no propiamente caracterizado por su buen trato a Juan Pablo II consignó lo que le hicieron en Nicaragua al Pontífice.
¿Y ello a cuenta de qué? Pues, regresando a nuestra entrada inmediatamente anterior, nos parece un tanto cándido, por decir lo menos, que alguien en el tiempo presente esté esperando que Francisco vaya a decir algo, al menos algo contundente, sobre la situación en Nicaragua, visto el curso de la historia y el papel que los Jesuitas con su Teología de la Liberación jugaron en los años 70, en parte consecuencia de lo cual es lo que se vive hoy en la nación Centroamericana.
Para no fatigarlos con nuestra verborrea, seguidamente transcribiremos en su totalidad el capítulo IV del libro “Los Jesuitas. La Compañía de Jesús y la Traición a la Iglesia Católica” de Malachi Martin (Plaza y Janés Editores S.A., Barcelona, 1988. Las fotos que acompañan son añadidas para ayudar a ilustrar y no se contienen originalmente en el libro).
El que pueda que lea y entienda.
IV. LA HUMILLACIÓN PAPAL
La recuperación de Juan Pablo II parecía dolorosamente lenta. El año de 1981 había sido devastador no sólo para su salud, sino también para el corazón de su estrategia papal. Con el Papa abatido por las balas y luego debilitado por la hepatitis, junto con la muerte del cardenal Wyszynski, su amigo cercano y aliado indispensablemente confiable en el desarrollo de Solidaridad como vitrina; Solidaridad había sido detenida de manera efectiva en su plan de apertura, de desarrollo público. No había más remedio para Solidaridad sino que el atrincheramiento, reagrupamiento, y retomo a una existencia mayormente clandestina.
Al mismo tiempo, las apuestas en América Latina, el segundo punto focal importante de la estrategia enérgica de Juan Pablo II, se habían elevado considerablemente. La inteligencia estadounidense había comprobado en 1980 que los sandinistas estaban usando sus fondos, incluyendo las cantidades liberales de la ayuda que los Estados Unidos había iniciado bajo la presidencia de Carter, para canalizar armas a las guerrillas marxistas en el vecino país de El Salvador. En 1981, el secretario de Estado Alexander Haig había caracterizado inequívocamente a Nicaragua como el primero en una «lista de éxitos» Soviética de los países de América Latina destinados a la dominación soviética. Ese mismo año, la ayuda estadounidense se detuvo. Pero a principios de 1982, el reconocimiento aéreo y terrestre demostraría más allá de toda duda que una construcción militar de gran envergadura estiba en marcha en Nicaragua, llevada a cabo con dinero, suministros, mano de obra y tecnología cubana y soviética. Al mismo tiempo, la revelación de que la CIA respaldaba a guerrilleros antisandinistas que estaban operando tanto en Nicaragua como en la vecina Honduras, asustó a los sandinistas y evocó gritos de protesta de los periódicos y revistas relacionados con la Iglesia en los Estados Unidos, Canadá y Europa.
Para todos los jugadores en el juego geopolítico mundial de naciones, Nicaragua se había convertido claramente en el líder de manada del hemisferio occidental. A los ojos del dictador de Cuba, Fidel Castro, a los ojos de los hombres vigilantes de la administración Reagan en Washington, y desde el punto de vista de los hombres que trazaron el derrotero para el Politburó de Moscú, por el cual Nicaragua marchó, así también marcharían todos los países de América Central y, finalmente, algunos de América del Sur.
Geopolíticamente, el Papa Juan Pablo II estuvo de acuerdo con esa evaluación. Pero para él, la lucha era por la supervivencia misma del catolicismo romano en el hemisferio sur, donde casi la mitad de todos los católicos romanos vivían. Y, a sus ojos, la verdadera oposición en esa lucha estaba integrada por los rebeldes más peligrosos de la Iglesia desde la revuelta de Martín Lutero en el siglo XVI.
En ese único punto, el Pontífice católico romano y la Junta Marxista de Nicaragua estaban de acuerdo. La fuente central de fuerza popular para la revolución sandinista era el constante crecimiento de las comunidades de base, establecidas y sustentadas por la «Iglesia del Pueblo». Los únicos que podían conferir cierta legitimidad a aquella arriesgada empresa eran los curas políticos católicos romanos del Partido Sandinista. Su colaboración leal detrás del jesuita Fernando Cardenal como el activista modelo, había demostrado ser vital para el mantenimiento del impulso hacia adelante en el establecimiento de un régimen marxista aceptable para el pueblo nicaragüense. Con todo, este era el ataque más inteligente a la propia alma del catolicismo que haya sido montado jamás; y este ataque prometía librar al hemisferio, y en última instancia al mundo, de cualquier presencia católico romana eficaz.
Tan confiable había llegado a ser para la Junta este apoyo clerical para alcanzar sus objetivos, que nada los detenía para silenciar a cualquier eclesiástico que se opusiera al concepto de «Iglesia del Pueblo», y al establecimiento de sus políticamente indispensables comunidades de base. No era raro para la Junta adoptar una página o dos de las tácticas de la Gestapo, como cuando fabricaron pruebas de inmoralidad sexual por parte del disidente padre Bismark Carballo, o cuando enviaron un escuadrón de matones para agredir a nada menos que a la figura del Arzobispo de Managua, Miguel Obando y Bravo, quien se había vuelco implacable, a pesar de que no había tenido éxito, en su llamado a la renuncia de todos los sacerdotes en puestos de gobierno.
Estas tácticas parecen no haber provocado ni el más mínimo rubor en las mejillas de Fernando Cardenal, o en aquellas de su hermano poeta Ernesto, o las de Alvaro Argüello, o las de cualquiera de los otros sacerdotes en el gobierno. En 1982, cuando las autoridades locales de la Iglesia en Nicaragua lanzaron una censura eclesiástica sobre los sacerdotes que hacían parte de la Junta, prohibiéndoles decir misa o escuchar confesiones o realizar cualquiera de las funciones sacerdotales, la respuesta de Fernando Cardenal fue imperturbable: «Somos hombres libres», declaró; ellos no podían ser obligados a renunciar.
En cualquier caso, la censura era hasta cierto grado sin sentido, ya que muchos de los curas políticos habían abandonado toda práctica de tales específicos deberes sacerdotales como la misa y las confesiones. Sin embargo, una horda de protestas contra la censura se extendió por la prensa y radio sandinistas y a lo interno de los medios de comunicación en Estados Unidos y Europa, sin faltar las publicaciones religiosas simpatizantes del movimiento.
Parecería que el Papa Juan Pablo aún tenía la esperanza de que podía rectificar lo que en su opinión había ido mal en la Compañía de Jesús, y que la propia Compañía en ese caso, volvería a tener bajo control no sólo a hombres tales como Fernando Cardenal y Alvaro Argüello en Nicaragua, sino también al enorme cuadro de líderes de los así llamados «Hombres del Papa» en todo el mundo, quienes habían tomado una posición tan decididamente en contra de este Papa, y de hecho en contra del concepto mismo del papado en la Iglesia Católica.
En cualquier caso, a principios de 1982, el interino Superior General jesuita, Paolo Dezza, se reunía con los superiores provinciales de todo el mundo en la Villa Cavaletti, una casa jesuita fuera de Roma en las colinas de Alban. Los cuatro asistentes generales, Vincent O'Keefe, Horacio de la Costa, Parmananda Divarkar y Cecil McGarry, sugirieron a Dezza que sería una buena idea pedir una audiencia con el Papa en este punto, en nombre de los superiores provinciales de la Compañía que se encontraban reunidos en Villa Cavaletti.
Era una creencia generalizada entre los asistentes, una expresada con habilidad, en particular por O'Keefe, que la principal dificultad respecto de Juan Pablo II era su trasfondo. Antes de llegar a Roma como Papa, Karol Wojtyla había sido un obispo, exitoso y eficaz, es cierto, pero todavía limitado a una diócesis, la de Cracovia, en Polonia. En el estilo tradicional de los obispos de la vieja escuela, y en particular de los obispos de Polonia, el arzobispo Wojtyla había estado acostumbrado a la obediencia instantánea de sus sacerdotes y monjas al simple chasquido de sus dedos. Como Papa, en opinión de O'Keefe, Wojtyla todavía se comportaba con esa mentalidad de obispo. Wojtyla tenía que darse cuenta de que la Iglesia universal no era solo una versión más grande de la tradicional y sumisa diócesis polaca, y que «papar» no era lo mismo que «obispar.» Por lo tanto, cualquier oportunidad de abrir los ojos del Papa polaco debía ser aprovechada.
La audiencia se fijó para el 27 de febrero de 1982 en el Vaticano. La mañana de aquel día, antes de la audiencia, Pedro Arrupe, que se había recuperado lo suficiente para moverse lentamente con ayuda, y los provinciales, concelebraron misa en la iglesia del Gesù. La homilía de Arrupe durante la misa, leída por otro, estaba repleta de palabras y fórmulas estereotipadas con las cuales Arrupe había empedrado su camino de quince años de oposición a los mandatos, papales y de divergencia respecto de la doctrina papal. Arrupe elogió «la obediencia plena y filial» con la que los jesuitas habían aceptado la intervención del Padre Santo en el gobierno de la Compañía, y exhortó a sus compañeros jesuitas a obedecer no sólo haciendo lo que decía el Papa, sino haciéndolo «con alegría.»
Cuando la misa terminó, el grupo caminó a través de la Plaza de San Pedro hacia el Vaticano y se congregaron a la hora señalada para la llegada del Papa. Tuvieron que esperar durante una hora mientras Juan Pablo sostenía una conversación con el presidente francés François Mitterrand.
Cuando Juan Pablo llegó, saludó a Arrupe graciosamente, dirigiéndose a él como «Carissimo Padre Generale!» Juan Pablo leyó un discurso de dieciocho páginas que comenzó en italiano, pasó al francés, luego al inglés, y terminó en español.
En muchos aspectos, Juan Pablo llevaba guantes de terciopelo; pero desde el punto de vista del liderazgo de la Compañía, las cosas no iban muy bien.
Las implicaciones de su discurso fueron tanto amenazadoras como de reproche, y, obviamente, estaban destinadas a todos los 26.622 miembros de la Orden. Tres cuartas partes del discurso (las secciones en italiano, en francés, y en inglés) le hicieron saber claramente a la audiencia del Pontífice lo que deben y no deben ser y hacer, así como las propias intenciones y deseos del Papa para ellos. Para él estaba claro que «...No hay lugar para la desviación...» y que, «Ya que el Romano Pontífice es un obispo y cabeza de la jerarquía, los jesuitas han de ser obedientes a los obispos así como al Papa, cabeza de todos los obispos.»
En cuanto a la propia vocación jesuita, el Papa tenía mucho que decir. «Los caminos de los de mentalidad religiosa no siguen las calculaciones de los hombres. No utilizan como parámetros el culto al poder, las riquezas, o la política...». Los únicos jesuitas que el Papa toleraría eran aquellos que se adhirieran a las tradiciones de las cuales la Compañía no había vacilado previamente durante más de cuatrocientos años. «Su apropiada actividad no está en el reino temporal, ni en aquel el cual es el campo de actividad de los laicos y que debe dejarse en manos de ellos.» Adhiéranse a las diversas formas de apostolado tradicional, les dijo. Y a las reglas tradicionales de los jesuitas. En la Compañía, no acorten el período de formación.
Aquellas tradiciones jesuitas que ellos debían preservar eran la devoción al papado, y la propagación de las creencias católicas romanas tal corno son defendidas por el papado. «San Ignacio fue, en todos los casos, obediente al trono de Pedro.... Los superiores no deberían abdicar de su deber de ejercer autoridad, y de aplicar sanciones contra los miembros rebeldes...».
Juan Pablo luego dibujó un retrato en sucintas palabras de lo que solía ser el carácter clásico jesuítico. Si alguien escuchándolo aún sabía que era lo que Ignacio había fundado como Orden, las palabras del Papa debieron haberlo traspasado como una espada de amargo pesar por la gloria que alguna vez tuviera la Compañía y por el ideal que los jesuitas habían creado.
«Obispos y sacerdotes —dijo Juan Pablo—, solían considerar a la Compañía como un auténtico, y por lo tanto, seguro punto de referencia al cual uno podía voltear a fin de encontrar certeza de doctrina, juicio moral lúcido y fiable, y alimento auténtico para la vida interior».
El Papa hizo una pausa para mirar hacia arriba, destellaban en sus ojos, intención, súplica y esperanza, una especie de gesto corporal para subrayar lo que estaba a punto de decir. La Compañía, dijo Juan Pablo II, podría volver a alcanzar ese ideal ignaciano, pero sólo a través de la «leal fidelidad al magisterio de la Iglesia, y en particular a la del Romano Pontífice, al cual ustedes están unidos por el deber.»
En la cuarta y última sección de su discurso, pronunciada en español, Juan Pablo finalmente se pronunció a favor de permitir que los delegados jesuitas se reúnan, después de la debida preparación, con el fin de elegir a un nuevo Padre General. El mecanismo de preparación podría comenzar en 1982.
Toda la reunión, incluyendo el discurso papal y las formalidades, tomó alrededor de setenta y cinco minutos. Casi sesenta y cinco de esos minutos fueron un esfuerzo inútil. La última parte del discurso de Juan Pablo, aquel permiso papal para que ellos convocasen la XXXIII Congregación General de la Compañía, era todo lo que la mayoría de la audiencia del Pontífice quería oír. Se les permitía elegir a su propio General jesuita. Las cosas podrían volver a la normalidad. Los provinciales y los superiores romanos atravesaron de vuelta la plaza de San Pedro en dirección al Gesù, la satisfacción reinaba entre ellos. Su obstinada y paciente espera había valido la pena.
Por cuánto tiempo el Papa Juan Pablo mantuvo su actitud de esperanza de que la Compañía de Jesús fuese finalmente a retornar a aquellas tradiciones que él había sostenido y validado de cara a ellos, no se sabe con certeza. Lo que es seguro es que todo lo que dijo en referencia a asuntos religiosos y espirituales, fue interpretado por Dezza, por su asistente Pittau, por los asistentes generales, y por los superiores provinciales, a la luz de aquella muy especial visión política adoptada por ellos. Esa perspectiva les dijo que lo que el Santo Padre estaba realmente diciéndoles era esplendoroso: «Tuve que actuar de una manera un tanto aterradora, removiendo a Pedro Arrupe y a Vincent O'Keefe. Pero ahora que hemos conseguido estar juntos, las cosas están bien.»
No había todavía, en otras palabras, ningún reconocimiento y, a pesar del muy claro discurso del Pontífice, tal vez ni siquiera existía conciencia por parte de los jesuitas que le escuchaban aquel día, de que Juan Pablo II estaba hablando de serias fallas en la Compañía; ni idea de que el Pontífice estaba diciendo, tan suavemente como pudo: «Ustedes están mal. Han andado seriamente mal. Deben corregir su curso.» Muy por el contrario, de hecho. Lo que parecía molestar a muchos de los superiores provinciales que lo escuchaban era que Juan Pablo parecía dar a entender que tendrían que obedecer a los obispos locales. «¿Significa esto que tenemos que obedecer a los obispos conservadores?» se quejaba un provincial en la intimidad del Gesù.
La mejor respuesta a esta pregunta, fue probablemente la que le dieron a un periodista, que con buen humor le preguntó a uno de los asistentes generales jesuitas si «¿se ha rendido su gente finalmente al Papa?» La respuesta llegó con una sonrisa: «¡No te lo creas!»
Una vez que los delegados provinciales estaban de vuelta en sus casas jesuíticas de todo el mundo, la línea oficial era que en su manera papal, peculiarmente polaca y «episcopal», Juan Pablo II se había «disculpado» y había «reparado la falta» por su acción extraordinariamente «impropia de un eclesiástico», de remover a Arrupe tan abrupta y descortésmente.
El padre jesuita Gerald Sheehan, un estadounidense que residía en Roma y asesoraba a los superiores romanos sobre los jesuitas estadounidenses, fue tan lejos como para afirmar con suavidad que Juan Pablo reconocía que había sido mal informado por los enemigos de la Compañía, y que ahora se daba cuenta de lo equivocada que había sido su información. Los jesuitas ya no necesitan más, estar enojados con el Santo Padre.
«Hemos estado muy contentos de venir aquí —comentó un provincial a un periodista—, y escuchar al Papa. Ahora vamos a volver a casa y permaneceremos en silencio por un tiempo, evitando gestos espectaculares, o publicaciones, o críticas al Papa. Más tarde, vamos a elegir al Padre General de nuestra preferencia. Y nada va a cambiar.»
La mentalidad revelada en esas observaciones y otras similares, preparó el escenario a fin de que los jesuitas que eran abiertamente ortodoxos y de mentalidad más tradicionalista, los cuales habían estado luchando en contra de los cambios en la Compañía, pudieran ahora ser culpados por la «desinformación». Entretanto, los superiores sabían ahora cómo evitar la provocación de más exabruptos papales. La orden del día iba a ser: «Manténgase como va, pero con un poco más de “sensibilidad política”, un poco más que la que practicamos bajo Arrupe.» La Compañía misma había sido exonerada.
Uno de los asistentes generales lo había puesto todo concisamente, a medida que el grupo salía de la audiencia con Juan Pablo. Cuando se le preguntó lo que pensaba, dijo con una sonrisa burlona de satisfacción: «Acqua passata.» Todos los problemas y todas las palabras que acababa de oír eran «agua debajo del puente», que se había ido para siempre.
No era de extrañar, entonces, que Fernando Cardenal y los otros jesuitas y sacerdotes que siguieron su ejemplo en Nicaragua no vieran la necesidad de dejar sus cargos.
Aunque las esperanzas de Juan Pablo II para la Compañía de Jesús hubieran disminuido o aumentado después de aquella reunión el 27 de febrero, estaba claro que el Papa no estaba dispuesto a sentarse con los brazos cruzados y esperar, o a abstenerse de una acción más directa en el vital país de Nicaragua. Con Solidaridad perdido para él, no podía permitirse el lujo de hacerlo, si la estrategia enérgica de su papado iba a tener algún punto de apoyo.
En una carta a los obispos de Nicaragua con fecha 29 de junio, Juan Pablo denunció la «Iglesia del Pueblo» en términos duros y directos. Esta iglesia «que nace del pueblo», citando a sus clérigos fundadores en Nicaragua, era una nueva invención que era tanto «absurda» como de «carácter peligroso.» Sólo con dificultad, continuó Juan Pablo, podía evitar ser infiltrada por «connotaciones ideológicas extrañas, que siguen una línea de inconfundible radicalización política, para el logro de determinados objetivos...».
Los dirigentes sandinistas y sus colegas clérigos entendieron claramente lo que aquella línea de «radicalización política» representaba en la mente del Papa. Por lo tanto, la decisión de la Junta fue suprimir la carta, al no permitir ninguna publicidad de la misma.
Por una vez, sin embargo, los obispos nicaragüenses fueron capaces de confundir a la Junta a través de una evidente manipulación de su propia máquina de propaganda. Una vez que la carta fue hecha pública, la reacción de la Junta fue una bien organizada tormenta de críticas a la carta papal en la radio del gobierno, y en las publicaciones jesuitas en Nicaragua y los Estados Unidos: «Roma» estaba interfiriendo indebidamente en los asuntos políticos del estado soberano de Nicaragua. Este Papa iba en contra de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que «renombró» a la Iglesia católica romana como «el Pueblo de Dios». Este Papa iba en contra de las declaraciones de los obispos americanos en Puebla, México, en 1979, donde el propio título de iglesia popular fue usado. Este Papa había alineado la política del Vaticano con la política de la administración Reagan, que fomentaba a los terroristas contras en suelo nicaragüense. Este Papa prohibía a sus sacerdotes involucrarse en política, y sin embargo, aquí estaba él, haciendo política desvergonzadamente.
Las peores y más amenazadoras implicaciones fueron públicamente atribuidas a la carta del Papa por la Junta; y, lado a lado con la Junta, los superiores jesuitas de Nicaragua dejaron públicamente claro que ellos se desvinculaban totalmente del espíritu y las declaraciones contenidas en la carta de Juan Pablo.
Bajo la presión directa del Pontífice, para quien el rechazo clerical de su carca no era aceptable, el interino Superior General Paolo Dezza le escribió al padre jesuita Fernando Cardenal, ordenándole en nombre de su voto de obediencia a retirarse de su cargo en el gobierno.
Era una medida de hasta adonde se había deteriorado la obediencia en la Compañía el que la respuesta de Cardenal fuera una petición formal al Superior General Dezza, de manera que este pusiera las razones para dicha orden por escrito, y así Cardenal pudiera reflexionar sobre ellas. Era una medida de hasta qué punto la estructura y el mandato de la Compañía se habían deteriorado, que el que no solamente la respuesta del Superior General, fechada el 12 de enero de 1983, hubiera sido escrita en absoluto, sino también, que esta fuera un espejo de debilidad y vacilación. El tono de Dezza en esa carta era el de un hombre pidiendo un favor de un colega terco y de su mismo nivel. La obra de Cardenal con los sandinistas era irreprochable, escribió Dezza, y no había razones para pedirle a Cardenal el renunciar, más allá del hecho de que este Papa seguía insistiendo en que él y otros sacerdotes se retiraran del gobierno y la política. El mensaje, en suma, era claro: Si no fuera por este Papa, lo dejaríamos en paz, padre Fernando.
Si Dezza había asumido que Fernando Cardenal era hombre de respetar las exigencias de su preciosa romanità, y adaptar sus acciones, si no la sustancia de estas acciones, a algún formato que Dezza pudiera manejar en Roma, el anciano sería rápidamente y groseramente desengañado. Cardenal comentaría públicamente y con lúcida claridad sobre la carta de «explicación» de Dezza. «No había ninguna razón» (para pedirle a él que renunciara al gobierno), lo resumió así Cardenal: «Fue sólo una orden del Papa.»
Cardenal no obedeció. Tampoco sus superiores jesuitas, ni en Nicaragua ni en Roma, insistieron.
Durante toda la continua atención del Papa al problema de los jesuitas, Juan Pablo no depositó plenamente su confianza en ellos, o en cualquier otra estructura formal dentro de su Iglesia. Antes de que le hubieran disparado, antes que Wyszynski hubiera muerto y Solidaridad hubiera fracasado, el Papa había viajado a una veintena de países. Ahora no era solamente en Polonia, donde había tratado con marxistas venidos desde la cuna misma del marxismo, sino también en los más diversos e incluso hostiles lugares, él había hablado por encima de los jefes de Estado y de las autoridades de la Iglesia por igual; él había hablado directamente con la gente. Y había sido escuchado. No sólo eso; él había cambiado las cosas. A pesar del frío y formal respeto del gobierno mexicano, él había dado una popularidad a la religión en público que el gobierno no quería ver. A pesar de los masones en Francia y los marxistas en Benin, había creado con éxito un respeto por el papado. El podía, estaba convencido, hacer esas mismas cosas en Nicaragua, a pesar de Daniel Ortega y su Junta, y a pesar del obstinado Fernando Cardenal y sus compañeros sacerdotes en el gobierno.
Mientras los esfuerzos de las autoridades eclesiásticas para retirar del gobierno a los curas políticos en Nicaragua zumbaban infructuosamente a través de 1982, la oficina papal de Juan Pablo comenzaba con los detallados arreglos para el cuarto viaje del Pontífice a América Latina en menos de cuatro años. Iba a ser una agotadora gira de ocho días en América Central. El Santo Padre tendría su sede principal en la Nunciatura Apostólica de Costa Rica, pero visitaría los otros seis países del área: Nicaragua, Panamá, El Salvador, Guatemala y Belice; así como a la dictadura insular de Haití.
Nicaragua, sin embargo, era el principal objetivo del Papa, con su floreciente, profundamente política y herética «Iglesia del Pueblo», su activista clero, sus recalcitrantes jesuitas, y su completamente marxista Junta moviendo los hilos que, en realidad, sólo habían sido estirados para alcanzar sus manos.
Arreglos, o negociaciones en este caso, a lo mejor, como acontece entre naciones hostiles; se realizaron para la visita del Papa a Nicaragua entre el representante personal del Pontífice en Managua, Monseñor Andrea Cordero Lanza de Montezemolo, y el jefe de la Junta de Nicaragua, Daniel Ortega y Saavedra. Desde el principio estas negociaciones fueron difíciles. Juan Pablo tenía varias condiciones que quería se cumplieran antes de concordar con una fecha real para su visita a Managua. Y Ortega y la Junta eran casi intratables en su oposición a dichas condiciones.
Algunas de aquellas condiciones se referían a la misa pública que sería celebrada por el Papa en Nicaragua, así como a lo que acontecería en cada una de las paradas papales. Era una inmemorial práctica católica y, en este caso, una específica condición papal, que un crucifijo se colocara sobre el altar para la misa. Además, el telón de fondo para el altar no podría ser un mural revolucionario, es decir, uno que retratara la violencia. La ausencia de un crucifijo en las misas y su sustitución por nada más que los tales murales revolucionarios se había convertido en una práctica habitual en la nueva «Iglesia del Pueblo».
Una condición más significativa desde el punto de vista de la Junta, concernía a aquellos sacerdotes y otros religiosos, quienes trabajaban para el gobierno sandinista. Al servicio del gobierno de Nicaragua en ese momento habían unos 300 sacerdotes, entre ellos, literalmente, decenas de jesuitas, y 750 religiosos y religiosas; 250 de ellos «misioneros» de España y Estados Unidos. Al menos 20 actuaban como asesores de la Junta, y 200 más funcionaban como organizadores de la Junta en los campos de la salud, comunicaciones, y gobiernos locales; a lo largo de una Nicaragua del tamaño de Ohio, con sus 2.2 millones de habitantes.
Juan Pablo, sin embargo, puso su mirada en los cinco sacerdotes, incluyendo los dos jesuitas, Fernando Cardenal y Álvaro Arguello, que ocupaban cargos ministeriales en el Gobierno nicaragüense. «Deben dimitir [y volver a la apropiada actividad sacerdotal], o no voy a acudir», dijo el Papa a Ortega a través de Montezemolo.
Al final, la Junta tornó difícil la elección para Juan Pablo II. Fernando Cardenal no vio ningún propósito, y solamente daños, para la «revolución cristiana» de Nicaragua, en una eventual visita papal. «No somos polacos», dijo Cardenal en algún momento de los preparativos. «Este Papa polaco quiere hacer otra Polonia de nuestra querida Nicaragua.» El desafío del Pontífice fue arrojado de vuelta a él en términos inversos: O renuncia a su propuesta de visitar Nicaragua, claramente la preferencia de la Junta Sandinista, o abandona lo que la Junta ha caracterizado como sus demandas «dictatoriales».
Aunque al final se tuvo que conformar con sólo una de sus condiciones: el telón de fondo para su misa no sería un mural revolucionario; Juan Pablo eligió ir. Los acuerdos concluyeron. Todo su viaje centroamericano se extendería del 2 de marzo al 9 de marzo de 1983. Él pasaría el 4 de marzo en Nicaragua.
Fue una desventura para Juan Pablo el que, mucho antes de su llegada a Nicaragua, sus intenciones y sus discursos planeados y escritos, fueran todos detallada y secretamente revelados a los gobernantes sandinistas, por aquellos en aquella burocracia romana de varios niveles, incluyendo a algunos de la propia Secretaría de Estado del Papa, que estaban en contra de este Papa polaco, o que no estaban en contra de la revolución marxista-leninista en curso en este país clave del volátil istmo centroamericano.
Como consecuencia de tal continua y exhaustiva inteligencia, los sandinistas fueron capaces de planificar con meticuloso detalle, todo el día de la estancia papal. A pesar de su bravuconería en el cara a cara con el representante personal del Papa, ellos veían a Juan Pablo y al poder del papado, el cual él personificaba, como una amenaza inmediata e incluso mortal para todo lo que habían construido con tanto esfuerzo durante doce duros y laboriosos años. Más que nunca, su sueño marxista descansaba en la plataforma de las Comunidades de Base que resultaron de la «Iglesia del Pueblo». Era precisamente el objetivo del viaje de Juan Pablo a Nicaragua el atacar a la «Iglesia del Pueblo» y cortar esta plataforma de Comunidades de Base de debajo de sus pies, o al menos dejarla en una condición irreparablemente debilitada.
Mientras que la Junta conocía las intenciones de Juan Pablo II, así como los textos de sus discursos escritos, es dudoso que Juan Pablo se diera cuenta de las plenas intenciones de la Junta, ya que su servicio de información acerca de los preparativos de la Junta había sido manipulado. Iba a ser un teatro de profanación organizada y deliberada, tanto para la figura papal de Juan Pablo II como para el sacrosanto sacrificio de la misa. Iba a ser un conjunto de muestras de irrespeto y oposición institucionalizadas, no igualado por muy largo tiempo, incluso en países dominados por bloques considerables de poblaciones anticatólicas o poco indulgentes, o en los países oficialmente marxistas. Y todo ello debía ser orquestado hasta el último detalle, hasta el último cable tendido, hasta el más alejado de los micrófonos, para los medios de comunicación internacionales de televisión, radio y prensa, que eran siempre parte integrante y esencial de cada viaje papal.
Que Fernando Cardenal y los demás sacerdotes activistas de todos los rangos estuvieran implicados en los tales elaborados planes, no puede haber ninguna duda. El que ellos decidieran no crear una imagen pública indeseable para sí mismos se hizo evidente por su ausencia en las consiguientes profanaciones que comenzaron en el momento de la llegada de Juan Pablo a suelo nicaragüense.
Desde el mismo momento en que el Alitalia DC-10 que transportaba al Pontífice planeó en su aproximación sobre el Aeropuerto César Augusto Sandino de Managua, aquella mañana del 4 de marzo, las cámaras que brillaban bajo la luz del sol comenzaron a trabajar con su ajetreado zumbido. Siguieron el aterrizaje y sobrevolaron con su foco al avión hasta que este se detuvo cerca de los dignatarios del régimen sandinista y de una cuidadosamente seleccionada multitud de espectadores serviles, la claque sandinista; todos aguardándolo. Los lentes se enfocaron en la puerta del avión y esperaron, hasta que por fin se abrió y el Papa Juan Pablo entró en su recuadro, sus vestiduras blancas brillaban a medida que emergía de la oscuridad interior.
El Papa bajó a la pista y se arrodilló para besar el suelo con ese gesto que había llegado a ser tan familiar para cientos de millones de personas en todo el mundo. A partir de ese momento, todo estaba en manos de la Junta.
Daniel Ortega, como líder y portavoz del Gobierno sandinista, dio la bienvenida a Su Santidad con una abusiva diatriba de veinticinco minutos en contra de los Estados Unidos, con absoluta satisfacción porque la llegada del Pontífice, cubierto aquí como en todas partes por la prensa mundial, le daba a Ortega su primera plataforma verdaderamente internacional. Juan Pablo escuchó, con la barbilla puesta sobre su mano en forma de copa, la cabeza agachada, los ojos fijos en el suelo. Había oído todo esto antes, de comisarios comunistas y de marxistas pueblerinos, en Polonia.
El momento de Juan Pablo finalmente llegó, de hablar en respuesta a aquel belicoso y deliberadamente descortés discurso de «bienvenida» de Ortega. Los comentarios que el Pontífice preparara en alabanza al arzobispo Obando y Bravo de Managua fueron recibidos con gritos de burla perfectamente cronometrados, provenientes de la organizada y bien dirigida claque Sandinista. Sus palabras denunciando la «Iglesia del Pueblo» como «una grave desviación de la voluntad y de la salvación de Jesucristo» eran casi ahogadas de principio a fin por los fuertes y continuos gritos y silbatinas.
Los líderes sandinistas tenían razón por su profunda satisfacción; aquí, al menos, este Polaco no sería capaz de hablar sobre sus cabezas al pueblo; no tendría una voz para decidir el destino de Nicaragua.
Juan Pablo II concluyó el discurso que había dispuesto pronunciar a su llegada con sufrimiento y rabia en su voz. Recorrió la línea de recepción, estrechando superficialmente las manos a los miembros de la Junta y del Directorio Nacional de Comandantes. Ciertos ministros brillaban por su ausencia. El ministro de Relaciones Exteriores, el padre de Maryknoll Miguel d'Escoto, encontró más conveniente estar en Nueva Delhi. El embajador ante la OEA, el padre Edgar Parrales, y el Delegado Estatal, el padre jesuita Alvaro Arguello, estaban cada uno en su casa viendo las indignidades a través de la televisión. El padre jesuita Fernando Cardenal también estuvo ausente. Su hermano, el padre Ernesto Cardenal, fue el único sacerdote con rango en el gobierno que estuvo presente, una figura con gafas, cuya rústica camisa de algodón blanco, pantalones azules holgados, y boina negra, estaban incómodamente en desacuerdo con sus brillantes zapatos negros.
De todos aquellos reunidos para dar la bienvenida al Santo Padre a este país abrumadoramente católico, Ernesto Cardenal fue el único que se hincó en una rodilla al tiempo que el Papa se detenía deliberadamente delante de él. Se quitó la boina y extendió la mano para tomar la del Papa y besarle el anillo. Pero Juan Pablo no extendió su mano. En cambio, agitó un dedo admonitorio a Ernesto. «¡Usted debe regularizar su situación! —el Pontífice habló con voz clara, y luego repitió sus palabras para enfatizar— ¡Usted debe regularizar su situación!» La única respuesta de Cardenal fue la de quedarse mirando a Su Santidad y sonreírle.
Juan Pablo recorrió el resto de la línea de recepción, y partió para la primera parte de su itinerario previsto en Nicaragua, una visita a la ciudad de León, a unos sesenta y cuatro kilómetros al noroeste de Managua.
La recepción en el aeropuerto Sandino no fue sino una obertura suave y en flauta de una sinfonía repleta de humillación que había sido orquestada para Juan Pablo II, a ser ejecutada en presencia del mundo entero en el momento culminante de su visita papal. La misa pública que era la pieza central de la visita de Juan Pablo se iba a celebrar esa noche en la espaciosa Plaza 19 de Julio, llamada así por ese día en 1979, cuando la dictadura de Somoza había sido derrocada y la Junta marxista de los sandinistas había tomado el poder.
El sol poniente salpicaba con sus rayos carmesí dorados un escenario inolvidable mientras Juan Pablo II entraba en la Plaza ataviado con vestiduras pontificias completas, la mitra papal en su cabeza, y el báculo papal erguido en su mano.
La multitud apretujada en la Plaza, oficialmente estimada en 600.000 personas, estaba toda perfectamente ordenada y agrupada en bloques pre-establecidos. Un extremo de la abarrotada Plaza estaba atravesado por un enorme telón de fondo con carteles revolucionarios retratando a los héroes de la revolución sandinista. Frente a los carteles, en el lado opuesto de la plaza, una larga plataforma de madera con una barandilla había sido construida. Un altar, una simple y larga mesa cubierta para la ocasión con tejido de lino, había sido colocada sobre la plataforma. A cada lado de la plataforma, frente a las multitudes había dos tribunas oficiales, donde los tres hombres de la Junta y los nueve hombres del Directorio Nacional esperaban, todos los doce vestidos con uniforme militar verde oliva.
En los lugares más cercanos a la improvisada plataforma y sus tribunas que la flanqueaban, la Junta había dispuesto bloques especiales de partidarios provistos de megáfonos y un micrófono. En todas partes, en los edificios que rodean la Plaza, en los carteles, en manos de la multitud, alrededor de la plataforma y el altar mismo, había banderas rojinegras sandinistas. Aquí y allá, una bandera amarilla y blanca del Vaticano aparecía, y había un puñado de banderas de azul y blanco de Nicaragua.
Burlonamente, Ortega y sus colegas habían ordenado colgar como telón de fondo del altar, un mural que retrataba en enormes proporciones los rostros de Carlos Fonseca Amador, héroe y mártir de la revolución sandinista, y Augusto César Sandino, el hombre en cuyo nombre los sandinistas habían efectuado su revolución.
No hubo crucifijo sobre el altar. Esta inmemorial práctica católica había sido prohibida por los jóvenes gobernantes de Nicaragua. En su lugar había sido tendido otro largo estandarte, este estaba adornado con letras del tamaño de un hombre que decían: «¡Juan Pablo estás aquí: Gracias a Dios y la Revolución!»
Como siempre acontece cuando tal cantidad de gente se reúne, no hubo nunca un momento de silencio. Masivas multitudes, a menos que sean silenciadas por algo extraordinario, un orador fascinante o un deslumbrante espectáculo, emiten una continua mezcolanza de ruidos y sonidos. Esa noche la plaza se hizo eco de ese mismo barullo, acentuado por estallidos bien coordinados de vítores y ocasionales cantos y cantinelas. Juan Pablo comenzó su misa tranquilamente; él estaba acostumbrado al comportamiento de las multitudes.
Cuando llegó el momento para él de decir la homilía que había preparado, un vigoroso ataque en contra de la Iglesia del Pueblo, parecía sorprendido de que incluso el micrófono que se había preparado para él no pudiera superar la cacofonía bien ensayada y maravillosamente oportuna que ahora se levantaba de la multitudes, una ensordecedora letanía de rítmicas consignas revolucionarias.
Las claques comenzaron incluso antes del inicio de la homilía, de hecho. Cuando Juan Pablo se esforzó por hacer que su profunda voz resonara por encima de la competencia, la letanía de la multitud se tomó estruendosamente alta y tan regular como los latidos del corazón:
— «¡Poder para el Pueblo!»
— «¡Directorio Nacional, nos da sus órdenes!»
— «¡Háblanos de los pobres!»
Por momentos, Juan Pablo pudo ser escuchado con dificultad. Sus simpatizantes trataron de protestar, para apoyarlo y que fuese escuchado, pero habían sido ubicados tan lejos como fuera posible de la plataforma, y no tenían ni megáfonos ni micrófonos. Juan Pablo podía ser visto, se veía su mano cortando decisivamente el aire con gestos violentos; pero no podía hacerse oír por encima del estruendo incesante de las consignas sandinistas.
— «¡Queremos una Iglesia unida del lado de los pobres!»
— «¡No hay contradicción entre Cristianismo y revolución!»
El rostro de Juan Pablo se puso pálido de indignación al darse cuenta de lo que estaba sucediendo: Estaba siendo atrapado y anulado en un pozo de ruido. Con furia y desesperación, por fin gritó:
— «¡Silencio!»
En la bien orquestada sinfonía-de-las-claques, la orden del Papa no era más que una señal para aumentar el tempo de las consignas.
— «¡Silencio!» —Juan Pablo gritó por segunda vez. Un nuevo crescendo de consignas lo envolvió. Por tercera vez:— «¡Silencio!», —la palabra estaba ahora acompañada por un gesto indicativo de alto en su mano.
Un inimaginablemente estruendoso coro de «¡Poder para el Pueblo! ¡Cristo vive en la Iglesia del Pueblo!» abrumaba sus esfuerzos. La multitud estaba más allá de su control.
Encolerizado, Juan Pablo gritó un insulto a su micrófono, al tiempo que lanzaba una furiosa mirada hacia la Junta en su tribuna:
— «¡Poder para los miskitos!»
La burla dio en el blanco. Los indios miskitos estaban en extrema oposición a los sandinistas, y la Junta había estado haciendo todo lo posible para liquidarlos. La respuesta fue instantánea. Los nueve comandantes militares del Directorio Nacional y la Junta levantaron sus puños cerrados para incitar a los bloques de cantores-de-consignas a esfuerzos aún mayores. Al mismo tiempo, los técnicos del gobierno conectaron los micrófonos de las claques que rodeaban la plataforma al sistema principal de altavoces, el mismo por el cual Juan Pablo había estado tratando de hacerse oír. Una vez hecho esto, y para aumentar aún más el sonido que ya estaba ahogando al Papa, accionaron un conmutador para hacer sonar una cinta pregrabada de multitudes coreando consignas sandinistas.
Finalmente la descomunal cascada de gritos amplificados derrotó a Juan Pablo. No terminó su homilía. Pero incluso eso no era suficiente para la Junta. Las consignas continuaron durante todo el sacrificio de la misa, ahogando incluso su momento más sagrado, la Consagración, en clamores de «¡Poder para el Pueblo!; y «¡Es posible ser marxista y cristiano!» y «¡Hable con nosotros sobre la injusticia del capitalismo!»
Sin embargo, todavía la humillación no estaba completa. Cuando Juan Pablo y su séquito ocuparon sus asientos en el avión, el Alitalia DC-10, en el aeropuerto Sandino de Managua aquella noche y el piloto notificó a la torre de control que estaba listo para el despegue, la Junta ordenó que se mantuviera esperando en tierra al avión papal por unos diez minutos adicionales. Era su último gesto para subrayar quien estaba realmente en control aquí.
Cuando por fin la humillación había sido ejecutada hasta su última nota, la radio gubernamental insistía ante el pueblo nicaragüense en que el Papa debía pedir disculpas por su comportamiento. «La indignación y protestas espontáneas de nuestra gente eran naturales ante la indiferencia del Papa», manifestó un noticiero. «Este Papa es un Papa de Occidente, el Papa del imperialismo», se quejaba un miembro del Directorio Sandinista. «El Papa está tratando de convertir a Nicaragua en otra Polonia,» denunciaba el ministro del Interior Tomás Borge. «El está tratando de hacer que la Iglesia cometa suicidio», agregó píamente un misionero de Maryknoll.
Como ocurría con frecuencia, se dejó al Padre Fernando Cardenal el dar el más breve y más claro resumen de la posición de la Junta, así como su justificación para la degradación del Papa, el papado, y la misa católica: «El discurso del Papa —comentó Cardenal— fue una declaración de guerra».