Recientemente dedicamos una entrada para traducir una entrevista de Mons. Nicola Bux, con ocasión de un (im)penitente de Bari que tuvo, según él, una experiencia desgradable con un confesor en la víspera de Navidad. Simplemente iba por la absolución como una presea y no más, de arrepentimiento, enmienda de vida, evitar ocasiones de pecado, y todas esas cosas, nada, la absolución es lo único y se le debe conceder al que sea. Pero como se podía suponer, como aquel (im)penitente existen más en el globo terráqueo. Dos ejemplos concretos los brinda un sacerdote italiano —obviamente anónimo— que envió una carta a Sandro Magister, quien la publica hoy en Chiesa On Line. Recomendamos leer en su integridad, aquí nos limitamos a citar los dos ejemplos proporcionados de (im)penitentes que conciben mal la misericordia, a causa de..., bueno, dejémoslo de ese tamaño.
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Un señor de mediana edad, al que le pregunté con discreción y delicadeza si se había arrepentido de una serie repetida de pecados graves contra el séptimo mandamiento "no robarás", de los cuales se había acusado con una cierta ligereza y casi bromeando sobre las circunstancias, ciertamente no atenuantes, que los habían acompañado, me respondió retomando una frase del Papa Francisco: "La misericordia no conoce límites" y mostrándose sorprendido por el hecho de que yo le recordara la necesidad de arrepentirse y del propósito de evitar recaer en el futuro en el mismo pecado: "Lo que está hecho, hecho está. Lo que haré lo decidiré cuando salga de aquí. Lo que pienso sobre lo que he hecho es una cuestión entre Dios y yo. He venido aquí sólo para recibir lo que nos corresponde a todos, por lo menos en Navidad: ¡poder recibir la comunión a medianoche!”. Y concluyó parafraseando la ya celebra expresión del Papa Francisco: “¿Quién es usted para juzgarme?”.
Una señora joven, a la que le había propuesto como gesto penitencial, vinculado a la absolución sacramental de un grave pecado contra el quinto mandamiento "no matarás", la oración de rodillas ante el Santísimo Sacramento expuesto en el altar de la iglesia y un acto de caridad material hacia un pobre en las medidas de sus posibilidades, me respondió enfadada que el Papa había dicho pocos días antes que "nadie debe pedirnos nada a cambio de la misericordia de Dios, porque es gratis" y que no tenía ni el tiempo para quedarse en la iglesia a rezar (tenía que "irse corriendo a hacer las compras navideñas en el centro de la ciudad"), ni dinero para darlo a los pobres ("que de todas formas no lo necesitan porque tienen más que nosotros").
Es evidente que algún mensaje, por lo menos tal como es recibido del Papa y llega a los creyentes, se presta fácilmente a ser malinterpretado y, por consiguiente, no ayuda a que madure una conciencia verdadera y recta en los fieles sobre el propio pecado y las condiciones de su remisión en el sacramento de la reconciliación.