Sobre el divorcio eran los fariseos los que decidían “caso por caso”
por Francesco Agnoli
02-11-2015
Se lee a menudo, en estos tiempos, que entre los defensores de la indisolubilidad del matrimonio habría muchos fariseos, los cuales elijen una posición “rigorista” porque, privados de misericordia, les gustaría afirmar así su superioridad moral sobre el prójimo, cerrándole así la puerta. Una Iglesia “abierta” sería entonces una iglesia que rechaza el legalismo farisaico y establece una nueva visión de la misericordia y, en el caso del matrimonio, de la fidelidad y del adulterio.
Ciertamente hay, entre los que se profesan ser defensores de la verdad, fariseos. La verdad puede, de hecho, convertirse en un ídolo, y una porra para usar contra los otros. No lo es cuando el que lo afirma, lo hace con amor, en primer lugar para sí mismo, y convencido que debe ser testimoniada y anunciada, con humildad, por el bien de todos (ni como un privilegio, ni como motivo de orgullo). Pero aparte de juicios, a menudo temerarios, sobre los motivos que movieron a muchos padres sinodales para mantener la doctrina tradicional respecto a la tesis de parte de los episcopados de Europa del Norte, es interesante ir al Evangelio, y realmente observar el comportamiento de los fariseos.
¿Los encontramos intentando defender la indisolubilidad del matrimonio, muy claramente anunciada por Cristo, en el nombre de la ley? No, sucede todo lo contrario. Los fariseos son justo los opositores de la doctrina matrimonial evangélica. Son ellos los que se acercan a Jesús y tratan de empañar su claridad, preguntando «si se es lícito repudiar la propia mujer por cualquier cosa?» (Mateo 19,3). Por la ley de Moisés, de hecho, era concedido al hombre el líbelo de repudio, es decir, el divorcio y la relativa posibilidad de volver a casarse. Jesús no entra en la casuística rabínica, no se pierde en cada caso singular, él que sin duda los tiene presentes, en su misericordia, pero recuerda que «en el principio no era así»; que Moisés «a causa de vuestra dureza de corazón les concedió el repudiar vuestras esposas», y que el plan original de Dios es que los esposos sean «una sola carne».
«Lo que Dios unió», afirma Jesús, sabiendo que su palabra resultará dura y difícil de entender, «el hombre no lo separe». Se archiva así la ley de Moisés, que había generado una gran casuística (abriendo al discernimiento de los rabinos sobre cuál fuese la lista de posibles causas de repudio), y viene enunciada la nueva ley del amor. »Terminada la lección a los fariseos», escribe Giuseppe Ricciotti, en su Vida de Jesús, «los discípulos vuelven de nuevo sobre el doloroso tema de la mujer, interrogando a Jesús en privado en casa». Sí, la indisolubilidad no gusta mucho a ninguno, pero Jesús no encuentra palabras diferentes, menos claras, más acomodadas, para evitar que alguien exclame: «Si tal es el modo y la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse».
Si todo esto es cierto, para un católico sólo queda una posibilidad: reconocer que el adulterio y la casuística, amada por los fariseos, no tienen cabida en la visión evangélica, de la cual la doctrina tradicional es simple transcripción, porque pertenecen al ámbito de la ley, sobre la que los fariseos siempre se han aprovechado para atacar a Jesús. La única ley de Cristo, sin embargo, es el amor, tal como Dios lo quiso desde el principio. Este amor, aquí está el escándalo, para todos, incluso para los discípulos, también contempla la presencia de la cruz: y es por esto que al mundo y a muchos hombres de Iglesia la “buena nueva” parece demasiado dura, y les gustaría introducir la excepción, la casuística, en una religión en la que Dios va hasta el fondo, con su fidelidad y su amor, hasta ser acusado de violar la ley de Moisés; hasta ser crucificado, porque dice cosas incomprensibles, y no quiere ablandarlas.
Cristo manifiesta así su misericordia: no viniendo al encuentro de las pretensiones de los fariseos, ni a las de los apóstoles (algunos de los cuales, casados, no están contentos de ver revocada la tradicional posibilidad del repudio), sean las que sean, ni a los ajustes que disminuirían el número de sus enemigos, sino dando todo su corazón a la humanidad (misericordia, se deriva de miseris cor dare: dar el corazón a los miserables): para que los hombres aprendan a dar el suyo a sus seres queridos, a sus hijos, a su esposa , a sus amigos. Si los cristianos anuncian la posibilidad de un amor así, anuncian no la ley, sino el amor de Cristo.
Y para aquellos que repiten que el amor indisoluble es un anuncio no realista, en el Occidente actual, se puede recordar, en primer lugar, que no parecía realista incluso hace dos mil años, cuando el divorcio y el repudio, en el Imperio Romano, eran la normalidad, y en segundo lugar, que Cristo no es Maquiavelo: no vino a explicar la “realidad efectual”, ni para recordarnos cuánto el hombre es débil y frágil (a ello llegamos por sí mismos), sino para indicar las alturas de la santidad, el camino de la felicidad. Él vino a decirnos: «Sed perfectos como perfecto es vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5,48): ¿volaba demasiado alto incluso él? Todo anuncio que no recuerde al hombre esta filiación con Dios, esta posibilidad de grandeza y de amor total, es un anuncio humano, demasiado humano; no es la “buena nueva”.