La siguiente es una adaptación de una traducción proporcionada por Paix Liturgique de una homilía pronunciada el pasado May-19-2013, Día de Pentecostés, por Mons. Luigi Negri, Arzobispo de Ferrara, a los fieles peregrinos al santuario de Nuestra Señora de Poggetto. Como indica Paix Liturgique, “El objetivo de la peregrinación, a un año del terremoto que sacudió la región, era agradecer a la Santísima Virgen su protección; en efecto, de todas las iglesias de Ferrara, la única que resultó totalmente indemne del temblor fue la pequeña iglesia del santuario”.
El texto original en italiano puede ser visto en el sitio Missa Gregoriana.it.
Hoy se celebra aquí la Santa Misa en el rito tradicional, en la gran solemnidad de Pentecostés que recuerda a la Iglesia, en todo tiempo y lugar, y por lo tanto, a todo cristiano, que la revelación de la Fe y su desarrollo en una vida de comunidad y comunión, en la práctica de la caridad, en el ejercicio activo de la misión, nacen justamente del milagro de la efusión del Espíritu Santo en el corazón de los fieles, puro don del Señor.
El santo padre Benedicto XVI, en una intervención admirable durante la asamblea del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, en la que tuve el honor de participar gracias a su invitación personal, afirmó que la Iglesia no nace por decisión de la base, la Iglesia no surge de una asamblea constituyente cualquiera. La Iglesia nace de la acción del Espíritu Santo, que cambia el corazón de los hombres y los identifica con el mismo Corazón de Dios. Es el Espíritu del Señor crucificado y resucitado, su mirada sobre la vida, su manera de aprehender la existencia, su relación con los hombres; es la novedad de su ser y de su existencia que ha pasado de manera –¿cómo expresarlo?– impetuosa a la vida de una comunidad que, sin duda, estaba en oración, esperándolo, pero que en ningún caso podía pretender entrar en el misterio del acontecimiento del que era espectadora y del que se ha convertido en protagonista. El Espíritu cambia el corazón del hombre, su forma de ser, su manera de actuar y su modo de aprehender la existencia. La humanidad de Cristo se prolonga en el mundo. La Iglesia que nace del Espíritu se mantiene en el Espíritu, se comunica a los hombres por el Espíritu. La Iglesia es el rostro definitivo que Jesús ha tomado en la historia.
Nosotros hemos recibido esta otra gran herencia, definitiva: participar verdaderamente en el misterio de la Iglesia, una, sana, católica y apostólica. Esta herencia, la vivimos de modo real en nuestra vida de todos los días, tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, en la alegría como en el dolor, como lo proclaman los actores del gran sacramento eclesial que es el matrimonio. Creo que esto sitúa la muy loable iniciativa de esta peregrinación y de esta Misa en su contexto verdadero.
Deseo y os deseo, que esta celebración eucarística del día de Pentecostés os sirva a cada uno de vosotros, como espero que me sirva a mí también, para reencontrar el fervor de los orígenes, el ardor de la Iglesia naciente engendrada por el Espíritu Santo. La grandeza que rodea la manifestación de nuestra misión nos incita a comunicar esta novedad y difundirla a todos los hombres y no guardarla sólo para nosotros.
Ayer he participado en la Vigilia de Pentecostés que el papa Francisco ha compartido con más de 150.000 jóvenes de diferentes realidades eclesiales. En cierto momento, el Papa ha dicho con el estilo sincero y franco que puede llegar a una dureza a la que no estamos acostumbrados: «La Iglesia debe salir de sí misma», no debe encerrarse. «Cuando la Iglesia se cierra, se enferma». La Iglesia debe abrirse, no para abandonar su identidad sino para vivirla, porque el medio natural de la Iglesia es la misión. Conviene, por tanto, que la Iglesia salga de sí misma para ir hacia los hombres, explorando todas las periferias de la vida del hombre contemporáneo.
Pentecostés os asigna, pues, una misión eclesial. Os confiere el insigne honor de ser testigos de Cristo resucitado hasta los confines del mundo. Os convierte en genitores, como dice San Ireneo en un texto formidable, de los hijos de Dios. Os hace capaces de hacer de los hombres, hijos de Dios.
Durante los primeros meses de servicio episcopal, me he visto llevado a considerar en qué términos se definen la vida y la misión. En este saludo que os dirijo, ni puedo ni debo pasar todo en revista, pero me parece importante situar esta celebración bajo la mirada tierna y firme de María y considerarla como un momento de gracia y de responsabilidad.
El cristianismo es un acontecimiento de gracia porque nos es dado como un todo, y nadie puede decir «yo tengo derecho». No teníamos derecho a la Fe. No teníamos derecho a la Encarnación del Hijo de Dios. Por ello, a veces debemos recordar a algunos fieles que solicitan o más bien reclaman los sacramentos, que no tienen ningún derecho sobre los sacramentos. Los sacramentos son un don que la Iglesia ha recibido de Nuestro Señor Jesucristo y que la Iglesia confiere a quienes están en condiciones de recibirlos de manera adecuada. Me refiero a la cuestión desprovista de todo fundamento –del punto de vista teológico y pastoral– del «derecho» a recibir la Eucaristía que cabría a los divorciados vueltos a casar.
Esta gracia de la Iglesia, vosotros la vivís en la fuente de la Fe que es la Eucaristía, la celebración litúrgica. Gracias a la gran y prudente misericordia de Benedicto XVI, la recibís de uno de los dos grandes tesoros de la liturgia de la Iglesia, la liturgia tradicional. Esta última no constituye una alternativa a la liturgia reformada por el Concilio Vaticano II, sino que expresa todo su carácter junto a la liturgia reformada, con toda dignidad, toda libertad y con plena responsabilidad.
Benedicto XVI lo ha enunciado con admirable claridad en el motu proprio. Ha querido aumentar la posibilidad de vivir de las riquezas de la liturgia de la Iglesia y por ello ha pedido a toda la Iglesia, empezando por los obispos, que se mostraran respetuosos de su intención de acrecentar los tesoros de la Iglesia, favoreciendo el acceso a este bien antiguo a quienes experimentan legítimamente ese deseo y anhelan vivirlo en plenitud por la verdad de la Fe y de la misión en nuestros días.
De forma incontestable, el Papa ha superado así la falsa e inaceptable oposición entre lo antiguo y lo nuevo, rompiendo con esa hermenéutica de la discontinuidad entre lo que existía antes del Concilio y lo que el Concilio ha anunciado, y lo que ha tenido de doloroso la aplicación del Concilio para nuestra época. Hay una sola Iglesia del Señor, a la que el Espíritu ha permitido atravesar épocas diferentes: el Concilio Vaticano II ha sido un momento de extraordinaria importancia, aun cuando ha representado un gran desafío para el desarrollo de la Iglesia.
Así pues, vosotros empleáis esta liturgia, y me alegra que lo hagáis en esta arquidiócesis donde soy arzobispo desde hace poco. No lo hacéis contra alguien o para afirmar opiniones, sino para vivir el misterio de la Iglesia con la profundidad y la verdad que consideráis que es vuestro deber y vuestro derecho. Y la Iglesia permite también esto. Benedicto XVI, y no tengo por costumbre hablar sin fundamento, ha manifestado una verdadera misericordia pastoral al poner esta posibilidad al servicio de la Fe de cada cristiano y de pequeños grupos que ni siquiera deben ser cuantificados numéricamente: los grupos estables están compuestos por todos los fieles que tienen el derecho y el deber de gozar de esta liturgia. La tenéis al alcance de la mano y la Iglesia os permite su práctica con total libertad
Nadie, ninguna diócesis de Italia o del mundo podrá deciros que no. Ante un hipotético «no», debéis dirigiros al obispo. Previamente, el diálogo entre los fieles que quieren la liturgia tradicional y la Iglesia es un diálogo entre vosotros y el sacerdote que está dispuesto a ayudaros en esta práctica antigua y muy bella. Por supuesto, todo esto exige una preparación adecuada, pero estoy seguro de que vosotros la tenéis. Creo que para que se convierta en una experiencia accesible a todos los que no la conocen, será necesario un tiempo de formación y de preparación.
Como los fieles de la liturgia reformada, practicad la antigua liturgia por vosotros. Por la verdad de vuestra Fe. Por la verdad de vuestra Caridad. Para dar impulso a vuestra misión. Son dos tesoros para un mismo pueblo. Y este pueblo único y maduro se alimenta de la Fe, precisamente si sabe vivir la libertad que la Iglesia le concede. Libertad litúrgica que la Iglesia concede y también garantiza.
No defendáis opiniones ni las opongáis a los demás. El arzobispo de Ferrara y Comacchio no es ni el guardián ni el propagador de ninguna opinión. Sólo tiene una opinión: la verdad del Señor, el Evangelio, la Tradición de la Iglesia, el magisterio del Santo Padre y, en unión con él, su propio magisterio.
Este es el marco en el cual Benedicto XVI ha promulgado el motu proprio. Hago parte de los obispos, a decir verdad, poco numerosos, que gracias a él hemos profundizado nuestra propia identidad respecto a la experiencia de Dios. Constituye un tesoro no sólo para quienes lo practican sino también para toda la Iglesia.
En consecuencia, y ya termino, debéis buscar siempre una mayor participación en la vida de la comunidad eclesial. Esta práctica no os sustrae a la vida de la comunidad y menos aún a la difícil pero hermosa realización de la comunión eclesial.
En nuestra región la vida eclesial está considerablemente comprometida con la lenta pero ineludible empresa de emerger de las ruinas materiales que, como lo he escrito, son un desafío para incitarnos a reencontrar la Fe y la Caridad. Me he aproximado al clero de la arquidiócesis y he visto a tantos laicos consternados por el terremoto del año pasado que ha inutilizado centenares de iglesias. Esto los ha obligado, y nos obliga todavía, a vivir la Eucaristía en lugares precarios, en locales donde se hospedan las comunidades o en algunos sitios no afectados por el temblor de tierra. El terremoto destruyó las casas y las iglesias pero no ha destruido la Fe. Afirmados en esta Fe, proseguimos nuestra misión. También debemos contar con las instituciones que, desafortunadamente, hasta el momento, no han dando grandes señales de diligencia.
Nuestro primer recurso es nuestra experiencia de la Fe. Somos todos miembros de una misma Iglesia, y por ello, también a través de esta experiencia bella y particular [de la liturgia tradicional], debéis tratar de vivir cada día más como miembros vivos de la Iglesia, participando del único Cuerpo y Sangre de Cristo, para que aumenten en vosotros la Fe, la Esperanza y la Caridad.
Os sigo con afecto, os animo a seguir vuestro camino. Os pido esa sana humildad que el papa Francisco, antes de pedirla a la Iglesia, manifiesta cada día por su simple presencia y su manera de ser. Que vuestra única preocupación sea la de vivir intensamente lo que la Iglesia os ha concedido para vuestro bien y el de toda la Iglesia. Estad seguros de que ni mi escucha ni mi sostén os faltarán. Ni, si es necesario, mi corrección paternal, que puede ir dirigida tanto a vosotros como a cualquier otra comunidad, dado que es una obligación que me atañe y debe expresarse, aunque creo que la ocasión nunca se presentará. Continuad esta Santa Misa que no era mi deseo interrumpir. Con esto quiero decir que no podía participar de manera íntegra en esta iniciativa tan loable ya que me esperaban y aún me esperan, las obligaciones diocesanas relacionadas con la fiesta que hoy celebramos.
Ahora, para que vuestro camino sea seguro y claro, abrazad la verdad, don del Señor que el Espíritu Santo hace a toda la Iglesia y que el obispo conserva, protege y comunica. Rezad por mí, por esta carga poco ligera que llevo y que he aceptado hacia el fin de mi vida, por obediencia al Vicario de Cristo que me lo ha solicitado con tal insistencia que no he podido oponerme. ¡Feliz fiesta para todos!